Ya les conté que siempre he cuidado de mi figura a pesar de no ser una fanática del gimnasio. Cuando quedé embarazada, una de las cosas que más me preocupaba era el desbordarme por mis cuatro costados. Más de una amiga ya había pasado por esto y le estaba costando volver a su peso original y ello para mí era como una advertencia. Yo no quería quedar deforme, ni mucho menos gorda, así que empecé a cambiar mi rutina de alimentos. No fue nada fácil, pues sin una criatura dentro de mí podía dejar de comer todo el día y me recompensaba en algo por la noche.
En cambio ahora sí o sí, debía alimentarme. Así que empezaba por un jugo en la mañana, a mitad del día alguna fruta como manzana, durazno, que podía ir masticando mientras trabajaba, en el almuerzo muchas ensaladas con cualquier tipo de carnes y por la noche algo muy ligero, como yogurt con cereal o un sandwich de queso con pan integral, nuevamente ensaladas o un vaso de leche fresca. Eso me permitió no sobrepasar los 69 kilos al cumplir los nueve meses. Para mí, se volvió casi una rutina mirarme al espejo todos los días, para ver si me anchaba.
Lo que quería lograr era que nadie se percatara de que estaba embarazada de espaldas, pero sobretodo que mi ropa pudiese aguantar la mayor cantidad de meses posibles. En mi caso, el embarazo me agarró casi todo el otoño y parte del invierno, así que aprovechaba al máximo mis chompas pegaditas, pero a la vez elásticas que iban a tono con los famosos leggings o vestidos de tejidos ligeros que podían estirarse sobre mi cuerpo. Eso sí, nunca abandoné los tacos durante mis jornadas laborales. Por más que me dijeron: “Te vas a malograr los riñones”, “Te saldrán manchas en la cara”, “Te puedes caer y le harás daño a tu hijo”’, pudo más mi vanidad. Chata y gorda, ¡¡JAMÁS!!!
Pero los fines de semana usaba buzos, polos y zapatillas para sentirme más cómoda. Eso sí, por más que muchas mañanas no me levantaba de buen ánimo, sacaba fuerzas de donde sea para arreglarme de la mejor manera. Se convirtió en casi una rutina no irme a dormir sin echarme una crema para hidratar mi piel y por las mañanas ponerme un bloqueador antes de maquillarme, de esa manera evitaría mancharme más de lo debido por esas malditas hormonas que se te alteran de por sí. Durante mi embarazo también me acostumbré a tomar más agua de lo normal.
Le pedí a mi personal assistant que por las noches colocara sobre mi velador una jarra con agua helada y a mi secretaria, lo mismo encima del escritorio para volverlo una costumbre. Y cuando no podía regresar a tiempo a casa para almorzar -eso me sucedió muchas veces-, tenía en la camioneta alguna fruta o galletas integrales que devoraba para no sentir ningún malestar, pero sobre todo para no atentar contra la salud de mi hijo. Definitivamente, el no subir de peso durante mi embarazo se convirtió en una obsesión personal y créanme que lo logré. Fui la envidia de muchas amigas, que hasta hoy, después de más de un año de haber dado a luz, siguen diciendo a todo el mundo “Estoy subidita, porque di a luz”.
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