Una vez en casa, se siente la paz y tranquilidad que se necesitan para enfrentarse a los retos nuevos; bueno, al menos es lo que yo creí. No sabía que realmente allí es donde empiezan los problemas. Para empezar debo decir que Mauro y yo decidimos hacernos cargo de Mikela desde el primer día. Nada de nanas, ni niñeras dedicadas a cuidarla ni, mucho menos, que mi madre se mude a casa para que me ayude con ella. ¡No! Y créanme que no fue fácil. Mi madre ya estaba con sus maletas casi listas y tuve que pedirle a mi hermana que me ayudara a convencerla para que no viniera a casa, bajo el pretexto de que no queríamos incomodarla y que era mejor que solo vaya de visita.
Claro, una cosa es con guitarra y otra con cajón. Previsora yo tomé la precaución de contratar a la enfermera que me atendió en la clínica para que se venga a casa por un día completo y me enseñara todos los secretos para los primeros días con mi hija. Entonces llegamos a casa, Mauro, Mikela y yo he instalamos a nuestra niña en su cuna bellamente decorada. A los pocos minutos llegó la enfermera, ataviada con su uniforme blanco impecable y un pequeño maletín en la mano. Inmediatamente se apoderó de la habitación de Mikela y lo primero que me pidió fue pañales de tela. ¿Pañales de tela? Obviamente no los tenía, había comprado pañales desechables en cantidades industriales, pero pañales de tela… no. Hasta ese momento pensé que los pañales de tela eran artículos antiguos usados por las abuelas, pero luego descubrí que son muy necesarios cuando vamos a colocar al bebé sobre cualquier superficie. Son superprácticos y ayudan a mantener un ambiente limpio. La enfermera entendió mi descuido y dijo: “bueno, no importa, ¿pero tienen gasas?”. Mauro y yo nos miramos, tampoco las teníamos. En ese momento me sentí morir, y puede parecer una tontería, pero comprendí que de nada sirvió llenar su clóset de ropa si no tenía lo más elemental: los benditos pañales de tela y las gasas. Fue en ese momento que me eché a llorar desconsoladamente, me sentí la peor madre del mundo, que no había sido capaz de tener todo lo que mi bebé necesitaba y que le había fallado. ¿Pueden creer ese razonamiento?. En medio del llanto, le pedí a la enfermera que me hiciera una lista de las cosas que necesitaba y así, aún convaleciente por la cesárea, con el semblante decaído y con el orgullo herido, le pedí a Mauro que me llevara a la tienda para bebés más cercana a comprar lo que faltaba. Ese fue mi bautizo como madre responsable. La enfermera fue muy didáctica, respondió todas mis preguntas y luego se marchó. A partir de ese momento éramos Mauro y yo frente a una enorme responsabilidad para hacer que nuestra hija tenga los cuidados que necesitaba; así que nos dispusimos a seguir al pie de la letra las enseñanzas de la enfermera. Entonces llegó el momento de darle de comer a mi hija. Dar de lactar no es tan fácil como parece, al menos, no tanto como lo pintan los médicos que dicen que una debe acercar el pezón a la boca de la niña y listo. Darle de lactar durante veinte minutos y luego cambiar de seno y estar otros veinte minutos dándole, mientras sientes cómo la espalda se parte en dos, es realmente una odisea, y claro, los cuarenta minutos de ley se hacen una eternidad, mientras hay que mantener el cuerpo erguido para evitar los dolores. Es decir, el acto natural de amamantar a una niña recién nacida puede ser muy sencillo en términos teóricos, pero en la práctica, los temores naturales de una madre, sumados a la inexperiencia, hacen que este acto pueda matar a una de los nervios. Mientras tanto, es inevitable recibir las visitas en casa de quienes quieren ver a la bebé, y empiezan con sus consabidos consejos para tener más leche: “Toma bastante quinua con avena”, decía mi madre; “Toma todo calientito para que no le den gases a la bebe”, aconsejaba mi amiga. Me decían que tomara no sé qué hierbas para tener más leche, que tomara infusiones y que tratara de sacármela con la succionadora. Mientras tanto, la famosa succionadora terminó siendo un aparato de tortura, pues sentía que mi pezón era una tripa larga que estaba siendo manipulada por mi bebé que la chupaba y por la succionadora de plástico que me estiraba los pezones como si fueran de jebe. Mientras yo no hacía más que preguntarme cómo quedarían mis senos luego de todo esto. Pero eso no era todo, como la famosa maquinita torturadora de pezones no funcionaba del todo, compramos una eléctrica y, ahí sí, viví supeditada a un aparato que me ordeñaba como una vaca; y claro, las noches que normalmente eran para descansar y estar a solas con mi pareja para dejarnos llevar por la pasión, se convirtieron en tediosas y extenuantes rutinas de ordeño, porque debía extraer la leche que se acumulaba en mis senos, ya sea con la maquinita eléctrica o la manual y eso era realmente doloroso. Con ese panorama, es fácil imaginar que pensar en sexo era lo que menos me importaba. No era nada halagador verme así. Yo siempre me he sentido orgullosa de mis pechos espectaculares y verlos en ese estado: enormes, caídos por el peso de la leche, era lamentable. A pesar de que mi marido trataba de hacerme sentir bien diciéndome que estaba linda y sexy como siempre, yo sabía que no era cierto. No me podía sentir sexy si tenía una herida en el bajo vientre por la cesárea y mis pechos no eran los mismos de siempre. Así que sexo, era lo que menos me apetecía. Hay que decir que el tema de la lactancia es siempre complicado para cualquier mamá primeriza. Aunque había leído hasta los mensajes colgados en Internet por la Organización Mundial de la Salud sobre la importancia de dar de lactar al bebé durante los primeros meses de nacido, debo confesar que me entró por una oreja y me salió por la otra. No por ser contraria a lo que dicen los especialistas, sino porque coincidió con un problema mediático de uno de mis principales clientes y tuve que verme obligada a retomar el ritmo profesional casi a la semana de haber dado a luz. Esto trajo como consecuencia un estrés imparable y supongo que, a la vez, mi leche se vea recortada. Cuando salí de la clínica, la enfermera me había explicado que a muchos bebés les daban un poco de esas famosas leches en polvo las primeras horas, pues el calostro no era suficiente para algunos recién nacidos. Allí entendí que nuestra hija no se moriría al ingerir ese tipo de leches, así que dada mi situación laboral de ese momento, opté por la lactancia mixta. Hasta donde yo sé, no ha conllevado a consecuencias fatales, ni en el crecimiento ni en el desarrollo mental de Mikela. Para mí, fue como un salvavidas poder contar con la bendita leche en polvo, así me sentía con la tranquilidad de que mi hija estaba completamente satisfecha, pues la única manera de medir cuánta leche producían estos bellos pechitos era con el extractor manual durante veinte minutos por seno. En cuanto al sexo, por lo menos los primeros 45 días, después de dar a luz, fue un tema vetado en casa. Ni siquiera a Mauro se le ocurría pronunciarse al respecto, pues ambos terminábamos en calidad de paquete, y solo teníamos ganas para dormir algunas horitas más. Una vez que agarramos el ritmo, volvimos a ‘sacudir’ la cama, con menos frecuencia que antes, es cierto, pero esas veces valían por dos. Allí es donde entiendes que es mejor calidad que cantidad.
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