Cuando llegué a la clínica, ya estaba todo listo y preparado para mi operación. Sin duda alguna, ese fue un día muy especial; sabía que en pocas horas iba a tener finalmente a ese pequeño ser que había crecido dentro de mí por casi nueve meses, entre mis brazos y que esa pequeñita iba a necesitar de todos mis cuidados, de toda mi protección. Una mezcla de sensaciones me invadió, mi cerebro iba a mil por hora; por un lado, el temor natural a entrar a una sala de operaciones y que los médicos hagan bien su trabajo; y por otro, lo que se me venía encima, la responsabilidad de tener a una niña que requería de toda mi atención, sin contar las obligaciones del trabajo. Se me hacía un mundo, mientras esperaba ser atendida para la cesárea. Debo decir, en honor a la verdad, que no sentí ningún dolor. Salvo el hincón de la anestesia epidural, todo lo demás fue relativamente sencillo. El médico me preguntó si usaba bikini y yo le respondí que sí, que hiciera la incisión lo más abajo posible y claro, ni hablar, yo no iba a lucir una cicatriz en esa parte. Lo demás fue sencillo, solo sentí un corte transversal y pocos minutos después vi a mi hija que daba su primer llanto. En ese momento, lo único que sentí fue una sensación de alivio e inmediatamente una desesperación por ver que mi hija estuviera sana y completa. Hasta que el médico me confirmó que estaba todo bien, yo no pude sentirme tranquila. Demás está decir que tener un hijo es algo realmente indescriptible. En ese momento una no piensa en nada, solo en que tu hija esté sana, completa, con todos sus deditos; pero sobre todo, saludable y viva. Sentir ese cuerpecito pequeño y frágil entre los brazos es una sensación que probablemente no se pueda describir con palabras. Cuando la tuve conmigo, la sentí llorar, y el médico me confirmó que era una niña sana que pesaba tres kilos doscientos, recién respiré tranquila. Ese momento es, sin duda, una experiencia maravillosa, sencillamente emocionante y sólo se podrá comprender en su verdadera dimensión pasando por ella. Desde ese instante mi vida cambiaría para siempre.
La felicidad se apoderó de mí y solo pensaba en mi pequeña hija. Las felicitaciones y los innumerables ramos de flores que llegaron a mi habitación de los familiares y amigos cercanos, son la confirmación de que los verdaderos amigos que una cultiva están en los mejores momentos. Hasta allí todo bien, todo lindo, todo hermoso; los problemas empiezan a las pocas horas, cuando la enfermera te trae a la niña a la habitación para darle de lactar. Yo no sé si esto les pasa a todas, pero la verdad es que yo estaba absolutamente desconcertada, no sabía qué hacer: ¿cómo hace una madre primeriza para dar de lactar a su bebé?, ¿cómo hacer para que la pequeña succione del pezón? Hay que decir que, de un momento a otro, una serie de miedos te asaltan en ese momento: ¿si acerco el pecho a su boquita y se ahoga? ¡Me muero! A pesar de que hay una enfermera a tu lado que sonríe amable, como diciendo: “qué torpes pueden ser algunas madres”, y que ayuda a comprender que no le pasará nada a la niña y que la sabia naturaleza las ha dotado de instintos elementales de sobrevivencia, es imposible sacarse los temores de encima. Por más que intentaba darle leche a mi hija, no podía, porque una nunca sabe si sale algo de allí o no sale nada, y eso me frustraba más. Hasta que la enfermera, oportuna ella, me explicó que no me debería poner tensa, que los primeros días lo que sale del seno de una madre es el calostro, una sustancia rica en proteínas y anticuerpos, y que luego saldrá la leche, es por eso que en la clínica le dan a los bebés un poco de biberón, para compensar. Además, lo que una madre quiere es disfrutar al máximo del bebé, pero, claro, todo se complica, porque en ese momento hay gente en la habitación queriendo conocer al recién nacido. Lo único que la nueva mamá quiere es estar a solas con el bebé, intentar darle de lactar sin que los demás estén de curiosos mirándole a una los senos. Al menos yo quería que ese momento sea privado. Además, cuando una ha sido cesareada, las indicaciones médicas recomiendan hablar poco, porque te llenas de gases, y dormir con el estómago repleto de gases y una herida en la barriga es un verdadero tormento. Y claro, si las visitas siguen llegando y todas quieren que les cuentes cómo estás, cómo te sientes, qué tal te fue en la operación, cómo está la bebé, cuánto pesó al nacer, cuándo encargas la parejita… ¡Es imposible no llenarse de gases y pasarse la primera noche flotando! ¡Deberían prohibir las visitas! No voy a negar que son lindos los arreglos florales y globos que adornan la puerta de la habitación, como también las muestras de cariño de la gente cercana a ti, pero definitivamente, cuando nace tu primer hijo no piensas en nada de eso. Todas las clínicas y hospitales deberían colgar un cartel en la puerta donde diga: prohibida las visitas. La pareja necesita de su total intimidad para acoplarse a la llegada de su primer bebé durante las primeras horas. Es frustrante tener que tapar los senos frente a las visitas cuando la enfermera trae a tu bebé para darle de lactar por primera vez. A pesar de que algunas enfermeras dicen gentilmente: “Por favor, espere afuera”, siempre tienes a tu mamá parada al frente para ver cómo actuarás ante esta situación. Y cómo decirle: “Por favor, mamá, ¿puedes salir del cuarto?”. Mejor te callas y enfrentas nada más. Sin embargo, no es lo ideal. Creo que las primeras 24 horas, deben ser exclusivamente de los padres.
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